lunes, 1 de enero de 2018

La Reina Blanca.

Escribo estas palabras, de forma intermitente, mientras las energías me lo permiten, para dejar constancia de lo que sucedió en este último año. Fue un año de cambios, pero sobretodo, en el ultimo semestre, de silencio. Quiero dejar constancia que lo extraño que fue. Permitír que la ausencia de música llenara mi vida, digo. Canté muy pocas veces, podría decir que menos de 20 veces en total, principalmente en susurros de audios que llegaron a su destino y desataron momentos incómodos y altamente terribles tanto para el receptor como para mi, la emisora. Por demostrarme vulnerable, por demostrar Algo. Dejo constancia de mi propia estupidez al confiar en que alguien, un ser humano, entendería. Poca gente sabe que cuando mando estos mensajes cantados no siempre estoy feliz. A veces en estas canciones están codificadas en gritos de ayuda,  en llantos interminables escondidos en la almohada. A veces... solo los enviaba para evitar desbordarme en el sentimiento de ese momento, mientras todo se derrumbaba muchas veces a mi alrededor. 
Por lo mismo...Empecé a callar. 
Nadie entendió, nadie escuchó de verdad que sucedía o simplemente no les interesaba. Me ahogué en versos y susurros y cantos. Ocupé la ironía como respuesta cuando supe que ninguno entendía. Me callé. Lentamente, dejé de cantar, dejé de alzar la voz cuando me herían y oculté cada herida, cada lágrima, detrás de un muro de silencio. Y esa voz, que alguna vez ganó corazones, se extinguió. Y el susurro se volvió frío, helado, venenoso.  
El silencio, debo decir, es luminoso, al menos para mí. Así como el la muerte es blanca y la agonía es un andar de pasos pesados a mi alrededor. Mi silencio, Mi cercanía con la muerte, me hizo forjar una cuchilla, una bonita hoja de plata con diseños intrincados en el interior. Una daga, en realidad, que se marcaba con un ornamento con cada ironía que desprendían mis labios, que empezó a brillar como un diamante con cada solicitud de soledad que pedí. Me daba fuerzas, esa daga en la mano me hizo dar cuenta que es más fácil mentir, mentiras hermosas, que entregaban un mundo de color, que me permitió la independencia más allá de lo que yo esperaba. Y me hizo fuerte. Y me hizo terrible. Como una reina forjada por el olvido, el acero y el hielo en mi interior. Cubriendo y conteniendo sin poder sanar. Una daga de silencio, de ausencia de música, que me permitió el control. Un arma que aún tengo en mis piernas mientras escribo. Una daga que tiene un poder terrible, que se presentó como ayuda inesperada en un momento trágico. A un precio, claro está. Su poder final. Su mejor poder.  
 La Apatía. 
Si tuviera que elegir un color al respecto, digo que es gris. O al menos así se me presentó a mi, en un momento en que mi alma se fracturó un poco más. Algo que no es completamente claro, que a veces se oscurece como el humo de un incendio o se aclara como la bruma de las noches más tenebrosas. Densas, ocultan. No me dominan ni las domino pero me permiten un poco el control. Permitieron que sucediera el día a día sin problemas. El gris permitió colorear mi piel, ocupar maquillaje, máscaras de de colores falsos, que evitaron los cuestionamientos muy profundos. Como una cosita horrible, fui una cruel reina despiadada sin sonrisas mas que esa mueca que estira el labio del lado izquierdo hacia arriba. Una reina que practica todos los días como imitar el que está sintiendo algo, que trata de recordar como es, mientras la daga está escondida entre sus senos. Fui una reina con un corazón duro como piedra, protegido por un invierno frío, que late pesado en su interior. La reina de las máscaras grises, una cosita horrible, que se esconde entre los recovecos coloridos mas oscuros y mas claros para que no noten que ahora solo hay blanco en mi interior. 
Y el color, el color que era antes,  ese vibrante púrpura que anidaba tras mis ojos, ese turquesa, ese gris plata que era yo, que solo se llenaba con música. 
Se la llevó el silencio. Como pago por ese poder, terrible poder.  
Y la luz ardió en mis ojos, mientras el silencio tronó mis oídos, no dejándome nada más que esquirlas de color. 
Esquirlas que tomé, que fundí, y las hice gris, con mis manos y mi sangre. Y las hice guantes, para tener un poquito más de control, de lo que tenía que entregar para usar el poder de la daga. Para fingir, y evitar que otros se den cuenta.  Y pagué un alto costo. Dejé de ser Púrpura vibrante, dejé de ser Plata iridiscente y solo me trasformé en lo que soy ahora. Una Reina, la de las mil caras, mil grises que protegen, que enseñan y susurran como sombras que cantan y advierten del peligro. Y una nueva arma, de demasiado poder para mis manos. 
La Apatía. 
Puedo sentir que cada vez que la ocupo, se lleva una parte de mi. 
Puedo sentir que el cobro que me exige para hacer lo que quiero, es que le de todo. 
Ella quiere todo de mí. 
Y se llevo, uno a uno, mis recuerdos hermosos. 
Hasta que entregué todo. 
Mis memorias, mis mejores risas, mis amores. 
Y cuando ya nada podía entregar..
Se llevó por completo mi música. 
Y me ahogué. 
Por que la música era mi recuerdo de inspiración, mi aire, con lo que me permitía respirar profundo, con lo que me calmaba mientras lloraba de dolor por las crisis cardíacas. Como regalo, por el dolor observado supongo yo, mi apatía se llevo las peores de mis crisis también. Solo hay algunas pequeñas. 
Y aquí estoy, Reina gris, de las mil máscaras. Sentada en el trono que hice con mis propios huesos. Usando la brecha que existe en la energía con el cambio de año, para dejar de lado el arma y usar la palabras como canción de qué sucedió. 
Todo enredado, las palabras se entrevesan de mala forma, sin embargo, solo quiero dejar constancia, que alguna vez fui color, fui vibrante y si bien sigo aquí, ahora soy solo una sombra pálida. 

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