martes, 7 de noviembre de 2017

Numero Uno

No era una catedral gótica, más bien era una iglesia sencilla, de paredes blancas, de aspecto austero y un solo vitral que mostraba un mosaico con la figura de Jesús detrás del altar. Había un solitario ataúd de madera castaña medio, algo anaranjado, sencillo en su diseño y funcional. Habían faroles de luces falsas, cuatro para ser exactos, con una luz entre amarillenta y blanquecina que no lograba decidirse. La tapa estaba abierta, a exposición de los dolientes para despedirse por última vez de ese ser que los abandonaba.

Yo no me acerqué.

No podía. Ni lo necesitaba.

Sabía lo que había sufrido. El dolor que llevaba encima. Sabía de sus últimas y agonizantes horas en estos días. Sabía que su agonia duró más de lo que debería porque “algo” le faltaba hacer. Francamente, no sé si se cumplió.

Alrededor del ataúd, mucha gente canta en fervor religioso, enviando alabanzas y glorias eternas al Altísimo, para que lo reciba en su Santo Seno. En la misa, el mismo Padre que dicta el Evangelio trata de explicar que su agonía fue una alusión a la Pasión que sufrió Cristo, para poder ascender puros a la habitación que tenía en los cielos desde el momento de su concepción. Hacen alusión a la Virgen Maria y a su virginidad,  de como aceptó con Fe el ofrecimiento del Espíritu Santo y se transformó así en un mediador del Milagro.. Lo mismo hacen al aludir al difunto. El fue instrumento de Fe. Fue un instrumento para entregar Paz. Y ahora había que despedirlo como tal. La misa continuaba y sus canciones iban variando de acuerdo a la intensidad de emociones que sentía el coro en particular, a veces algunos dejaban de cantar por asumir que él no volverá. Yo desde mi puesto, cantaba en voz baja todas las canciones que recordaba o al menos trataba de tararear. Y así transcurrió la misa hasta su toque final.

Pero no pudimos irnos.

El Santo Padre pidió que iniciáramos el rito de despedida. Cada una de las personas cercanas, entiéndase la familia directa, formó un círculo alrededor del ataúd. Alrededor se puso la gente de acuerdo a su necesidad de despedirlo. Yo y una niña más nos quedamos afuera del círculo. Sin embargo al igual que los demás, seguimos estirando las manos en dirección al cadáver. El Santo Padre empezó un cántico. La gente alrededor empezó a seguirlo, algunos a destiempo, algunos cada vez más fuertes, con fervor , con desesperación y rabia de por medio. Mis oídos pitaban mientras guardaba silencio y pensaba en que sucedía. Las manos, extendidas, empezaron a mandar energías y bendiciones de diversas formas y colores hasta que, de la nada, algo se quebró. Y todos , lentamente, volvieron en si. Y cada uno, como en un sueño, fueron a despedirse por última vez del difunto. Y yo pensé acercarme, de veras lo pensé, pero no pude. Y jamás pude conocer su rostro.

El señor Jesuita de los Carismáticos ya se había ido.

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